El fortísimo abrazo de tres líderes
 religiosos -un judío, un cristiano y un musulmán- frente al Muro de 
Jerusalén marcó el momento cumbre de la última jornada del 
Papa Francisco en Tierra Santa. Cuando el Santo Padre terminó de rezar en el lugar más sagrado de los judíos, el rabino 
Abrahán Skorka y el líder musulmán argentino 
Omar Abboud, salieron a su encuentro emocionados. Los tres hombres se fundieron en un abrazo y un comentario: 
«¡Lo logramos!».
 
El viejo sueño alimentado por la 
amistad de los tres en Buenos Aires se hizo realidad ante el mundo 
entero, ofreciendo la mejor fórmula para superar la pesadilla de los 
enfrentamientos religiosos: respeto y afecto entre personas de buena 
voluntad.
El Papa llegó al Kotel –el nombre 
religioso del Muro en hebreo-, procedente de la Explanada de las 
Mezquitas, donde había mantenido un encuentro con el Gran Muftí de 
Jerusalén y pronunciado un discurso ante el Consejo Supremo Musulmán. 
Sus últimas palabras habían sido rotundas: «
¡Que nadie instrumentalice para la violencia el nombre de Dios!».
 
La peregrinación al Muro Occidental, donde le estaban esperando sus compatriotas Abrahán Skorka y Omar Abboud,
 que forman parte del sequito papal, comenzó con una explicación 
arqueológica de las vicisitudes de la Montaña del Templo a lo largo de 
la historia. De vez en cuando, una racha de viento hacia volar la 
esclavina blanca, ocultando el rostro del Santo Padre que miraba con 
atención la maqueta.
Terminada la presentación, el Papa 
escuchó muy concentrado el discurso-plegaria de un rabino. Mantenía la 
cabeza baja, pero alzaba la mirada de vez en cuando para contemplar el 
Muro, despejado de todo visitante: era para ellos dos en una plegaria 
común a «Adonai», «Elohim», el Dios único de los múltiples nombres.
Al llegar su turno, el Papa no tomó
 la palabra sino que se acercó al Muro, apoyo en él su mano derecha y 
permaneció en silencio. Después rezó dos oraciones y, siguiendo la 
costumbre judía, depositó cuidadosamente los textos en un resquicio de 
los gigantescos sillares de piedra.
La plegaria duró un minuto y cuarenta segundos de
 gran intensidad mientras todos los acompañantes mantenía un respetuosos
 silencio. Se oía sólo el gorjeo de los pájaros que se posaban en los 
arbustos del Muro, creando un ambiente mágico y esperanzador.
El Salmo 122, la oración por la paz
El Rabino Skorka reveló después que
 las oraciones del Papa eran el Padre Nuestro en castellano y el Salmo 
122, la oración por la paz en Jerusalén. Aunque el Padre Nuestro sea una
 plegaria cristiana, esa petición de perdón al Padre común y la promesa 
de concederlo a quienes nos ofenden resultaba muy adecuada en el Lugar 
Santo de los judíos, donde también rezaron
 Juan Pablo II en el año 2000 y Benedicto XVI en 2009.
 
Cuando recibió el abrazo de sus dos
 amigos, el Papa estaba radiante, igual que el rabino y el líder 
musulmán. Habían cumplido un sueño y dado un gran ejemplo al mundo.
Los demás rabinos y las autoridades
 judías estaban también felices. Todo había salido redondo, y no era el 
único regalo del día. Desde allí el Papa se dirigió a depositar una 
corona de flores ante la tumba deTheodor Herzl, el padre del Estado de Israel, y a visitar el museo deYad Vashem.
En el memorial del Holocausto, el 
Papa avivó la llama perenne, depositó una corona de flores blancas y 
amarillas con su nombre -«Pope Francis»- y pronunció un discurso de 
reflexión teológica sobre una pregunta formulada por Dios mismo según el
 relato del Génesis: «Adán, ¿Dónde estás?».
Era la pregunta después del primer 
pecado de la historia, y el Papa aseguró que «vuelve a resonar en este 
lugar, memoria de la Shoah, con todo el dolor del Padre que ha perdido 
un hijo». La desobediencia les había separado pues Adán se escondía. El 
pecado de orgullo y desobediencia había sido una sorpresa pues «el Padre
 conocía el riesgo de la libertad de su hijo, pero no podía imaginar una
 caída en ese abismo».
Según el Papa, ese mismo grito, «¿Dónde estás» resuena también, «en
la tragedia inconmensurable del Holocausto,
 como una voz que se pierde en un abismo sin fondo». Por ello invocó el 
perdón y la misericordia del Señor, a quien imploró: «Danos la gracia de
 avergonzarnos de esta máxima idolatría, haber despreciado y destruido 
nuestra carne, la que tu creaste del barro de la tierra y vivificaste 
con tu soplo de vida».
 
«¡Nunca más, Señor, nunca más!»,
 repitió el Papa para concluir con una plegaria: «Aquí estamos señor con
 la vergüenza de lo que el hombre, creado a tu imagen y semejanza, ha 
sido capaz de hacer. Acuérdate de nosotros en tu misericordia».
Al terminar su oración, el Papa se 
dirigió hacia cuatro hombres y dos mujeres, supervivientes del 
Holocausto. Al saludar a cada uno de ellos, Francisco les besaba la 
mano, como hace con los mártires. Aquellas seis personas eran el 
verdadero monumento.
Yad Vashem recuerda el mayor crimen
 de la historia de la humanidad. Es un lugar donde las emociones son 
intensas, sobre todo el horror ante la magnitud de la maldad humana. Por
 fortuna, el último elemento del programa fue la canción interpretada 
por un coro de niñas de escuela. A la salida, el Papa les hizo gestos de
 que le había gustado. Se lo agradecieron, y se hizo una foto con ellas.
 Enseguida afloraron las sonrisas. Y con ellas, la esperanza.fe y libertad