Lo imposible ha ocurrido.
Joaquín Guzmán Loera, El Chapo,
uno de los mayores narcotraficantes del planeta, se ha fugado. El líder
del cártel de Sinaloa, de 58 años, se escapó a las nueve de la noche
del sábado del penal de máxima seguridad de El Altiplano por un túnel de
1.500 metros. Un pasadizo, iluminado y ventilado, por el que se ha
venido abajo el orgullo de las fuerzas de seguridad mexicanas. La
magnitud de la obra, que tenía hasta rieles para sacar escombros; la
peligrosidad del reo, que sólo necesitó ir a la ducha para desaparecer, y
la impunidad que revela todo el increíble plan de huida sitúan al
Gobierno mexicano ante el más grave de los retos y ponen en duda su
capacidad para hacer frente a su enemigo público número uno. Su captura
hace un año, considerada como un éxito sin precedentes en la lucha
contra el narco, se enfrenta ahora a su reverso. Y lo que es peor, a la
imparable sospecha de que recibió ayuda desde el interior del presidio.
Todo el personal de la prisión, hasta ahora la más segura de México, ha
sido retenido y 18 funcionarios están siendo interrogados en la capital.
La última grabación suya quedó registrada a las 20.52. Tras tomar su
medicación, El Chapo se dirigía en ese momento al área de duchas. Allí,
fuera de la zona de videovigilancia, inició su fuga. Todo estaba
milimétricamente preparado. Oculta bajo una trampilla, se había excavado
una boca rectangular, de 2,5 metros cuadrados. Este orificio comunica
con un conducto vertical de 10 metros de profundidad, en el que los
delincuentes instalaron una escalera. Tras bajarla, Guzmán Loera no tuvo
más que pasar al túnel final (1,7 metros de altura y 70 centímetros de
ancho) y llegar, bajo luz eléctrica y buena ventilación, hasta un
inmueble en obras de la Colonia Santa Juanita. Ahí, desapareció. Atrás
sólo quedaron útiles de obra.
El túnel, fruto de meses de trabajo, desata todo tipo de preguntas.
¿Cómo es posible horadar una cárcel de máxima seguridad sin que nadie se
dé cuenta? ¿Cuánto tiempo transcurrió hasta que se dio la voz de
alarma? ¿Con qué apoyos internos y externos contó El Chapo? El Ejecutivo
mexicano fue incapaz de aclarar ninguna de estas cuestiones. El titular
de la Comisión Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido,
visiblemente afectado, se limitó a leer un comunicado con los datos
básicos y recordar que se había puesto en marcha un protocolo de
seguridad. Este plan incluyó el cierre del aeropuerto de Toluca, en el
Estado de México, donde se ubica la cárcel, así como el despliegue de
cientos de policías. Doce horas después de la fuga, el operativo no
había dado ningún resultado.
La cárcel de El Altiplano, a una hora en coche del Distrito Federal,
forma parte de las leyendas carcelarias mexicanas. En sus 27.000 metros
cuadrados se mezclan desde el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, hasta
criminales como Servando Gómez Martínez, alias La Tuta, líder de los
Caballeros Templarios; el despiadado
Edgar Valdez Villarreal, La Barbie;
Héctor Beltrán Leyva,
El H, o Miguel Ángel Félix Gallardo,
El Padrino,
el padre de los grandes narcos, incluido El Chapo. De sus rejas jamás
se había escapado ningún reo. Considerado inexpugnable, el penal está
sometido a vigilancia excepcional y, al menos en apariencia, impone a
los presos un intenso control. Este hecho ha motivado episodios tan
ambivalentes como
la carta firmada en febrero pasado por todos los grandes capos en la que se que se quejaban de sus “indignas e inhumanas” condiciones.
La huida de El Chapo,
cuya extradición a EEUU había sido denegada por no haber riesgo de
fuga, derriba de cuajo este mito y vuelve a poner a las fuerzas de
seguridad mexicanas en la situación previa al 22 de febrero de 2014. Ese
día, los comandos de la Marina detuvieron al capo en el departamento
401 del Condominio Miramar, frente al malecón de Mazatlán, en Sinaloa.
La captura puso fin a una larga e intensa búsqueda que se había
acelerado una semana antes, cuando estuvieron a punto de atraparle en su
casa de seguridad de Culiacán. Salvado por la puerta de blindaje
hidráulico, que le dio unos minutos de oro, pudo huir a través de un
pasadizo que desembocaba en las alcantarillas. Acompañado de su escolta,
el teniente desertor Alejandro Aponte Gómez, El Bravo, decidió huir a
los cerros de Sinaloa, el corazón de su imperio. Pero antes quiso ver a
su esposa, Emma Coronel, y a sus hijas gemelas. Las pistas acumuladas y
las intervenciones telefónicas (más de 100) permitieron a las fuerzas de
seguridad localizarle. El Chapo entró en el hotel de Mazatlán en silla
de ruedas, disfrazado de anciano. Cuando los comandos irrumpieron en la
habitación, se había ocultado en el baño. Eran las 6.50. Sobre la cama
quedaron una maleta rosa, un bote de champú y un montón de ropa
desperdigada. Había sido arrestado sin un disparo.
La captura puso entre rejas a un narcotraficante que desde su
rocambolesca fuga en 2001 era considerado prácticamente intocable.
Guzmán Loera sólo había sido detenido anteriormente, en Guatemala en
junio de 1993 durante una operación bajo mando mexicano. En aquel
entonces ya era un capo importante. Un hombre de orígenes paupérrimos y
que escribía con dificultad, pero cuya sangre fría le había hecho
prosperar a la sombra del líder del cártel de Guadalajara, Miguel Ángel
Félix Gallardo, apresado en 1989 y que precisamente ocupa celda en El
Altiplano. Tras esta primera detención en Guatemala, permaneció siete
años en prisión, hasta que la noche del 18 de enero de 2001, oculto en
un carro de lavandería, se escapó de la cárcel de máxima seguridad de
Puente Grande, en Jalisco. Al menos 71 personas, entre ellas numerosos
funcionarios, participaron en la fuga.
Fue entonces cuando empezó su verdadero ascenso. Rompió con sus
socios y desató la guerra contra otros cárteles. A sangre y fuego su
poder fue creciendo. No hubo límite en esta expansión. Se enfrentó a los
temibles zetas, libró una oscura batalla en Ciudad Juárez, doblegó sin
compasión a los cárteles más débiles. Abrió nuevas rutas internacionales
para la cocaína. Sus años dorados fueron el infierno de México. Era la
guerra. Y el Estado respondió con la movilización del Ejército. El país
entró en estado de choque. Mutilaciones, decapitaciones, asesinatos en
masa se volvieron moneda corriente, mientras en la cúspide del dolor, El
Chapo acumulaba una fortuna que, según Forbes, le situaba entre los
hombres más ricos del país. El niño criado en las estribaciones de la
Sierra Madre oriental, el agricultor de modales torpes, se había
convertido en el señor oscuro de América.
Su poder era excesivo. El Departamento del Tesoro de EEUU estableció
que controlaba a lo largo de 10 países una red criminal formada por 288
empresas y miles de operadores. Y su capacidad letal, cristalizada en un
ejército de sicarios, ponía en cuestión al mismo Estado. Una inmensa
maquinaria se puso en marcha para someterle a la ley. Por ello, cuando
llegó su caída, fue vista no sólo como un triunfo del Estado de derecho,
sino como el principio de fin de la vorágine y el ocaso de una era, la
de los grandes señores de la droga.
Bajo estas coordenadas, el Gobierno de Enrique Peña Nieto ha conseguido en dos años y medio
acabar con los principales capos que simbolizaban este reto. El primero en caer fue
Miguel Ángel Treviño, el Z-40,
el hombre que pobló México de decapitaciones y que en sus orgías de
sangre aseguran que llegaba a morder los corazones de sus víctimas.
Luego llegaron muchos más, como
Nazario Moreno, El Chayo, cabecilla de la narcosecta de Los Caballeros Templarios;
su sucesor La Tuta,
y en marzo pasado Omar Treviño Morales, el Z-42. Estos éxitos han sido
presentados como una seña de identidad del Ejecutivo y han hecho creíble
un combate que durante años se movió entre el escepticismo general. La
fuga del penal de El Altiplano y sus más que previsibles repercusiones
políticas, van a zarandear de firme estos logros. El Chapo vuelve a
estar libre. El Estado mexicano se enfrenta, de nuevo, a su mayor
enemigo.